La arena del desierto se le metía en los ojos, haciendo que
tuviera que cerrarlos por momentos, guiándose sólo por su oído. El viento
golpeaba su cuerpo, un viento capaz de mover una casa, pero en aquel momento
nada hubiera podido moverle. Llevaba andando por el desierto durante 30 días,
escapando de una ciudad que le había dado la espalda. La antigua Uruk le había
dado la espalda a su Rey, su travesía para encontrar la inmortalidad le había
traído más preguntas que respuestas y a la vuelta su gente le había dado la
espalda, al ver en lo que se había convertido.
30 días había pasado andando solo bajo la luna por el gran
desierto que se encontraba al sudeste de su país natal, había andado demasiado, tanto como su sangre se lo permitía, alimentándose de pequeños mamíferos que
salían cuando el sol dejaba de calentar las arenas.
El viento se detuvo y el gran rey pudo abrir los ojos para ver aquello que se
levantaba ante su mirada. Una gran pirámide, una gran construcción todavía sin
terminar que se levantaba imponente sobre el suelo del desierto. Era tan grande
que casi había olvidado lo que se extendía más cerca de él, antes de cruzar el
gran río y perderse en el territorio de la muerte. Un gran palacio construido
en adobe se levantaba a las orillas del río, el rey sonrió, era una
construcción que le recordaba a los palacios de su país natal, de su bella
Uruk, pero aquello también hizo que sintiera una dura punzada en su corazón.
Se escabulló entre las sombras de la noche y avanzó hasta
las escaleras del palacio. Las patrullas de guardias paseaban por los
alrededores cuidando de que nadie entrara en el palacio sin ser invitado. Pero
aquellos eran simples hombres y el, en su condición de Dios, no tenía nada que
temer de ellos. Miró hacia los balcones superiores y vio entre todos aquellos
uno que mostraba un pequeño brillo tenue de la luz de una vela. Cogió impulso y
saltó hacia el balcón, salvando la distancia que lo separaba sin ningún tipo de
esfuerzo. La entrada estaba tapada con unas cortinas de seda que al recibir la
luz de la lámpara de aceite se volvían transparentes como el agua del río.
Dentro, una figura se encontraba sentada en un pequeño taburete, esperando. El
rey se deslizó por la entrada como un fantasma, invisible al ojo de cualquier
mortal. Al entrar en la estancia, sintió el aroma de los aceites y el incienso
quemándose, era un olor dulzón que le enturbiaba los sentidos.
-¿Quién se atreve a entrar en los aposentos de la hija del
faraón?-dijo una voz femenina que venía del lugar donde había visto la silueta.
Al concentrar su visión no pudo más que abrir la boca, sin saber que decir. Era
una mujer hermosa, no, mucho más que eso, era la belleza personificada. Era la
musa que había inspirado los poemas de amor, era la diosa de la fertilidad
hecha mujer bajada a la tierra para deleitarnos con su visión y hacer soñar a
los hombres con todo aquello que jamás podrían tener. El hombre hizo
desaparecer su embrujo y apareció de entre las sombras, su ropa era apenas un
vestigio de lo que habían sido antaño las ropas de un gran gobernante.
-Se me ha conocido por muchos nombres a lo largo de la
historia, pero ahora apenas tengo uno, apenas tengo alma, pues he perdido toda
mi identidad-dijo el hombre, su bestia clamaba en su interior por coger a
aquella joven y saciar su hambre con su cuerpo, con su sangre y con su alma,
pero el luchaba para no saltar sobre ella y clavar sus colmillos sobre su fino
cuello.
-Entonces serás Uruk, señor de toda Mesopotamia, portarás el
nombre de tu tierra, como castigo por no haber sabido conservarla-su voz no era
de castigo, no se altero en ningún momento, sonaba dulce como la nana para un
niño, todo en ella era un reclamo para la paz del alma.
-¿Y quién eres tú para hablarle así a Uruk, el que cruzó su
tierra para encontrar a Ziusudra, el de los tiempos remotos?-Dijo el sumerio,
todavía encantado por la mujer.
-Mi nombre es Isis, señora del alto y bajo Egipto-Dijo ella
sonriendo al rey.
Él no dijo nada más, y ella se acercó a Uruk, las luces
bailaban sobre la fina túnica que apenas tapaba su cuerpo, un cuerpo esculpido
en el más fino material. Ella se deshizo de la túnica que tapaba su cuerpo y le
esperó vestida sólo con el oro que decoraba sus brazos. La bestia del hombre no
aguantó un segundo más y se lanzó sobre la joven. Atravesaron la habitación en
un suspiro cayendo sobre las sabanas, el hombre la besaba apasionadamente
recorriendo cada centímetro de su cuerpo, deleitándose con sus curvas, con su
piel perfecta, con la suavidad de sus senos, tan firmes. Mordía sus pechos
haciéndole pequeños cortes de los que manaba la sangre, la sangre más dulce que
jamás había probado. Ella gemía de placer, disfrutando cada momento, como si lo
hubiera esperado durante siglos. Se dejó llevar por las manos del rey que la
manejaba con una facilidad casi inhumana. Aprovechó su cuerpo a cada
centímetro, a cada segundo y al consumir el éxtasis de la noche, reposaron el
uno junto al otro.
-Sabías que iba a venir -Dijo el sumerio, exhausto.
-Sí, te llevo esperando siglos-dijo ella mientras acariciaba
el pecho del Antiguo-Soy Isis, señora de la belleza, pero también soy Isis la
Gran maga y estaba destinado que tu aparecieras, porque a partir de este
momento, yo seré tuya para siempre y tú serás mío hasta que el Dios sol caiga
sobre nuestras cabezas y acabe con todo.
Él la abrazó fuertemente, ahora sabía porque había llegado
hasta allí, por qué había decidido cruzar el gran desierto, movido por una
fuerza que le impulsaba a seguir más adelante. Ella le besó suavemente en los
labios y se deshizo de su abrazo, caminando por la enorme habitación, se giró y
le sonrió. Un sonido cortó el aire y un cuchillo se clavo sobre la diosa que
cayó al suelo con un golpe sordo. Uruk se levantó del lecho y miró hacia el
balcón, allí recortado contra el umbral se encontraba aquel Dios babilonio que
le había arrebatado a su pueblo.
-¡MARDUK!-Grito el sumerio, y las paredes del palacio
temblaron.
-Has recorrido muchos kilómetros Gilgamesh, pero ya no
tienes a dónde ir, Enkidu no está aquí para protegerte, no eres más que un
chiquillo asustado que se ha quedado sin su juguete -El rey miró a la joven que
yacía en el suelo- tranquilo, aun no está muerta, tarada un rato en morir,
primero quiero jugar con ella.
Aquellas palabras encendieron la ira del Antiguo, sus ojos
se inyectaron en sangre, sus colmillos salieron y las garras emergieron de sus
dedos como grandes puñales. Todo pasó en un segundo, como si fuera un rayo Uruk
atravesó la estancia golpeando al Dios con todo su cuerpo, rompiendo parte del
balcón y proyectándolos contra la arena a varios cientos de metros más allá.
Marduk intento sobreponerse al Matusalén, que le golpeaba enérgicamente, con
una rabia casi animal, lo golpeaba una y otra vez. El babilonio le cortaba con
su espada, le golpeaba intentando quitárselo de encima pero las heridas no
paraban al vampiro que lo redujo a un montón de sangre y vísceras. El Dios dejó
de moverse, respirando con dificultad.
-Ya no soy Gilgamesh, ni Meshikiaggasher, ni Enmekar,
ninguno de esos nombres existe ya, sólo soy Uruk, pues soy lo que queda de mi pueblo,
pero esta noche voy a recuperarlo.-Los colmillos del vampiro salieron para
morder al Dios pero algo lo detuvo, el Dios ya no estaba en el suelo. A unos
metros más allá alguien lo sostenía entre sus brazos. Otro hombre de apariencia
similar lo sujetaba sobre su hombre, como un fardo de paja vieja. Lo reconoció
enseguida, otro de los señores del panteón.
-Emesh…-Susurró Uruk con furia.
-Ya no tienes nada que hacer, rey perdido de Uruk, ya no
tienes nada, así que desaparece.
Uruk corrió a atacar a los dos Dioses pero cuando llegó
hasta donde estaban, ya habían desaparecido, un alarido de furia atravesó todo
Egipto, helando el alma de todo habitante que lo escuchara. Lleno de furia
volvió al palacio de Isis, donde la encontró en el suelo, bajo un charco de sangre,
todavía respirando, muchos guardias la rodeaban. Cuando llegó Uruk levantaron
las lanzas e intentaron capturarlo, pero bastó una mirada para que sus manos
temblaran y soltaran las lanzas cayendo al suelo de rodillas.
Él se acerco a ella y la cogió entre sus brazos, respiraba
con dificultad, y sus ojos parecían estar mirando más allá de este mundo.
Aquello lo había visto hacer, cuando él fue a ver al sabio que estaba fuera
del tiempo, y podía hacerlo, podía salvarla. Se hizo un corte en la muñeca y la
sangre salió en un pequeño hilo. Recostó a Isis sobre su pecho y le acerco la
muñeca para que bebiera de su sangre y sanase. Ella le sujetó el brazo,
apartándolo.
-Soy Isis, Gran Maga de Egipto, soy tuya hasta el fin de los
Días porque es mi decisión, aleja tu
sangre y déjame partir hacia el más allá, porque allí me encontrare con Osiris
y él me devolverá al mundo para que podamos encontrarnos de nuevo -Ella le
sonrió y cogió su cara entre sus finas manos besando sus labios y cayendo
inerte sobre sus brazos.
Uruk se levantó y salió del palacio con Isis todavía en
brazos, y avanzó hacia el rio que cruzaba todo el país, el sol salía ya por el
este y la piel del antiguo se tornaba roja y empezaba a quemarse, un pequeño
humo empezó a salir de cada parte de él. Avanzó hasta la orilla del Nilo con la
mujer entre los brazos, y cruzó hasta
que la pudo sumergir completamente. Cuando el primer rayo de sol toco el
cuerpo de la joven, este comenzó a brillar y empezó a desaparecer. Uruk
avanzaba por el rio mientras su piel se tornaba roja y empezaba a quemarse, el
dolor era aterrador, su piel se calcinaba por momentos en una agonia inhumana.
Cuando cruzó el nilo en su totalidad, Isis había desaparecido de sus brazos y
había partido hacia el otro mundo. Su piel, completamente negra, se
resquebrajaba a cada movimiento. Cansado y derrotado se fundió con la arena del
desierto para descansar.
Aquella visión le había vuelto después de tanto tiempo, había soñado despierto
con aquella noche, con su Isis que se quedaba desnuda contra su cuerpo y el la
abrazaba para que marchara, pero siempre se marchaba. Hacía demasiados siglos
que no soñaba con aquella noche y aquello no podría traer nada bueno. El
matusalén llevaba casi un milenio durmiendo, esperando que su diosa volviera a
la vida, sentado en el gran trono, bajo el zigurat que llevaba el nombre que
años atrás había usado como rey. Su cuerpo permanecía inmóvil como una estatua,
pero su consciencia viaja por el mundo, buscando a aquellos demonios
mesopotámicos que le habían robado su vida.
Su mente viajó hasta un pequeño desierto donde una joven era
perseguida por dos hombres, no hubiera prestado atención si no fuera por los
pensamientos que logro leer en la mente de los hombres. Siguió con su
pensamiento la imagen de los dos, que la llevaron hasta un complejo que estaba
escondido en el subsuelo, su mente intento penetrar pero las defensas mágicas
del lugar le impidieron ver lo que había dentro. Invocó sus poderes y llamó a
los roedores que allí se encontraban, poseyendo el cuerpo de todos ellos. No le
costó que entraran por los conductos de ventilación y rastrearan a la joven
hasta una celda.
Era un lugar oscuro, sin ninguna ventana, apenas una luz parpadeante iluminaba
tenuemente la estancia. Pero allí estaba ella, tumbada en un camastro, bastante
herida. Y frente a ella dos grandes hombres la miraban, sonriendo. Eran ellos
dos, los que había estado buscando desde entonces, Marduk y Emesh. La
consciencia del matusalén volvió rápidamente a su cuerpo e intentó levantarse,
su sangre empezó a encenderse y su cuerpo empezó a moverse perezosamente. No
podía, todavía era muy pronto, llevaba demasiado tiempo dormido. No pasaba
nada, podía esperar, había esperado mucho tiempo. Su consciencia volvió otra
vez a la sala, a uno de los pequeños roedores. Si no podía llegar hasta a
ellos, quizá pudiera ocuparse de entretenerlos.