lunes, 3 de diciembre de 2012

Leonardo Di stasi




   Leonardo volvió a encender la pequeña vela que se había estado consumiendo lentamente durante las últimas horas, la llama rozó el humo que desprendía y el fuego avanzó hasta la mecha que había impregnado en brea y se encendió dejando una luz anaranjada extremadamente brillante. La llamaba brillaba con fuerza sobre el cuerpo de Leonardo. Este volvió a colocarse bien sobre el sillón que había mandado colocar en aquella sala, era un sillón macizo que había traído a parís desde Milán, llevaba con él desde antes de que alcanzara la no vida y había sido reparado y  tapizado tantas que veces que había perdido la cuenta. La habitación tenía una decoración parisina que Leonardo hacía cambiar cada poco tiempo para que estuviera acorde a la moda de la época, en este momento una gran cama de matrimonio se mantenía en el centro, esta estaba hecha de madera de ébano, madera que había sido traída expresamente de la india por orden de Leonardo, de sus cuatro esquinas salían cuatro columnas que parecía que se enroscaban en sí mismas y tocaban arriba a un gran techo en el que se había tallado varios dibujos y habían decorado con pan de oro.
De los laterales de la cama caía el dosel de terciopelo perfectamente atado.
Encima de las delicadas sabanas de seda traídas desde oriente había un delicado y pequeño cuerpo de una niña de apenas 13 años. Su piel blanca como la nieve virgen de las montañas, y su pelo casi plateado la hacía parecer etérea. Llevaba un precioso camisón decorado con el tejido más caro que Leonardo podía haber encontrado en parís, y decorado por el mejor modisto que se podía pagar.
La pequeña vampiresa dormía plácidamente, Leonardo contaba ya veinticinco  noches desde que se había desplomado sin previo aviso en su casa mientras hacia una visita. Leonardo la había metido en la cama y había hecho llamar a algunos aliados suyos y había pedido favores a aquellos que no lo eran para que estudiaran el caso, pero ninguno había sido capaz de decirle que le había pasado.

Leonardo alargó la mano y cogió el libro que reposaba encima de la mesa junto a un montón de volúmenes mas, en el que se podía leer Cantar de Roldán, era un precioso poema  épico de varios cientos de versos escrito en francés que había conseguido en una librería de parís. Entre los volúmenes también se encontraban varios cuentos ingleses sobre el rey Arturo, un par de obras de la antigua Grecia que se había traducido a multitud de idiomas, junto a un par de novelas cortesana.
Su voz sonó melodiosa, casi perfecta y entonada con la perfección de casi 100 años de práctica. Leonardo recordaba que Inés siempre había leído en su intimidad, siempre miraba su gran biblioteca siempre que visitaba su casa e incluso le había pedido multitud de libros, Leonardo siempre guardaba una gran colección, siempre era bueno saber de todo para tener una buena conversación le habían enseñado desde pequeño y había sido instruido para ello.
Cuando termino de leer notó como los ojos se le cerraban y abrió ligeramente la puerta, viendo como los rayos de sol intentaban colarse por la puerta cerró rápidamente.
Después se acercó a la pequeña durmiente y depositando un beso encima de su frente le susurró unas pequeñas palabras y se retiró a su habitación, otra noche mas.

sábado, 29 de septiembre de 2012

Parón

No puedo escribir nada...la inspiración se me ha ido por la ventana...Odio estas noches en las que ni puedo dormir ni puedo escribir...
Si alguien la ve por la calle que me la traiga...la hecho de menos...

martes, 3 de abril de 2012

Miedo


El lápiz bailaba entre sus dedos absortos a lo que le rodeaba, la pequeña habitación de un verde oscurecido por las sombras que se resguardaban de la luz que provenía de la calle, con apenas cuatro muebles que la hacían casi intransitable. En la mesa descansaba el ordenador, todavía con la luz parpadeante, se había olvidado de él y lo veía agonizar mientras la luz se iba haciendo más oscura y los parpadeos mas pausados. El lápiz volvió a bailar, era una fea manía que había adquirido, una forma de dirigir sus nervios, el lápiz giraba una y otra vez entre sus dedos y cuando su mente divagaba entre sueños el lápiz caía haciendo un molesto ruido. Pero no había nadie que le dijera nada, la habitación se encontraba en completo silencio, más que la habitación la casa y más que la casa la calle. Todo se encontraba en un silencio sepulcral solo roto por el ruido de aquel lápiz chocar contra el suelo.
Arquímedes lo observaba desde la mesa, sentado sobre sus cuartos traseros. Arquímedes era un gato negro, muy negro, tan negro como la tela que cubre a la muerte. Tenía el pelo corto y suave, que brillaba como un diamante cuando alguna luz incidía sobre su pelo. Sus orejas eran rectas y puntiagudas atentas al más mínimo ruido. Sus ojos, de un color amarillo, observaban quietos atentos a cualquier movimiento, mas sin moverse un ápice. Sus dientes, eran blancos como el nácar y afilados como una daga. Sus garras, afiladas se encontraban guardadas, y su cola yacía sobre la mesa, como algo inerte. Cualquiera que hubiera entrado en la habitación hubiera dicho que era un peluche si no fuera por el pecho que subía y bajaba al ritmo de su respiración.
-No voy a dormirme Arquímedes déjalo-la voz del hombre era aguda, no se proporcionaba con su aspecto, ni siquiera con su personalidad, el gato pareció entenderle y dejó su postura calmada para pasear por la mesa, era un espécimen excepcional, casi parecía una pantera que andaba de un lado para otro. Grácilmente saltó de la mesa al sinfonier, donde deslizó su cuerpo por las distintas figuras que reposaban encima, del sinfonier saltó a una estantería y la recorrió entera por encima de los volúmenes de los libros, hasta colocarse en la siguiente estantería que quedaba encima de la cama.
-Te he dicho que lo dejes, no es tu hora-el hombre volvió a girar el lápiz con los dedos, mas rápido, se le cayó enseguida y tras recogerlo se le volvió a caer, sus manos eran torpes, se habían vuelto nerviosas, el gato se tumbó encima de la estantería observándole. Él parecía ignorarle mirando hacia la ventana, con el lápiz fuertemente sujeto entre las manos. En el suelo descansaban folios y folios en blancos, algunos doblados como si fueran pelotas, otros rotos en mil trozos y esparcidos por el suelo, algunos con más suerte habían sido transformados en animales y deambulaban por encima de la mesa, situados de forma arbitraria. Lo único que tenían en común todos aquellos trozos, es que ninguno había sido manchado, ni rayado, ni escrito. Ni la más mera gota de tinta había caído encima del papel, todos gritaban desde el suelo, maldiciendo a quien había dado un uso absurdo de su vida.
El hombre ignoraba sus quejas, y fijaba la vista en el ordenador, la pantalla ya se había apagado y la luz que indicaba que estaba en marcha cada vez parpadeaba menos veces. No recordaba porque lo había encendido, quizás para ver algún dato absurdo que no le importaba a nadie, quizá solo buscase el calor que desprendía, quizá solo buscase la complicidad de otra persona que en la silenciosa soledad estuviera buscando algún dato absurdo que no le importaba a nadie.
-Al final te dormirás- Una voz fría hizo que desviara la mirada del portátil hacía la estantería, Arquímedes reposaba, con la mirada fija en su cuerpo- Siempre te duermes, es lo que haces.
Su voz, era suave, pero fría, un frío seco que te eriza el pelo y te hace temblar.
-¡Cállate!-Le gritó el chico, mientras aspeaba los brazos y le tiraba el lápiz, Arquímedes ni se inmuto, el lápiz golpeo la estantería y se partió por la mitad volviendo a caer en la cama. Él lo recogió y maldijo tirándolo en una bolsa que tenía para esos menesteres, al estirar el brazo la luz dejó ver los arañazos que se extendían desde la muñeca hasta más de la mitad de él.- ¿Por qué no te marchas? Lárgate y déjame estar.
El gato sonrió enseñando sus dientes blancos, en una sonrisa casi diabólica.
-Sabes que no puedo, no puedes estar solo, y por eso estoy aquí-el gato bajo de los libros y se situó en el borde de la estantería mirando hacia abajo, donde descansaba el hombre-La culpa es tuya, deja de pensar.

-No puedo dejar de pensar, es como si me pidieras que dejará de vivir-dijo el hombre mientras cogía otro lápiz de la caja.

-Pues deja de vivir-Contesto Arquímedes, casi en un carcajeo, como si el acto de dejar de vivir fuera lo más divertido que le podía pasar.
-Piérdete Arquímedes, no dormiré-le contestó con rabia, con rabia contenida.
-Nunca me gusto ese nombre-contesto el animal-¿Por qué Arquímedes?

-Me pareció un buen nombre para un gato….pero tu…-Dijo el sin terminar la frase.
-Que estúpido eres-contestó Arquímedes –pero no importa mi nombre.
El sonido de un reloj sonó de fondo indicando que eran en punto, y una campanada siguió a otra y a otra y hasta 4 veces más.
-Es tarde, tienes que dormir, debes de dormir-Dijo Arquímedes impaciente.-No, pronto será de día y tu no tendrás poder- Los ojos del animal se volvieron más brillantes, arqueó la espalda y de un salto descendió hasta os pies de la cama, el hombre instintivamente aparto los pies y Arquímedes le miró a los ojos. Sus ojos eran más grandes. Avanzó un paso y cada vez que lo hacía su cuerpo crecía, se estiraba y se hacía más grande, cuando llegó al pecho, sus zarpas eran del tamaño de una mano y el pequeño gato era un enorme felino, del tamaño de un tigre, le miraba con sus ojos amarillos, notaba el peso de su cuerpo encima de él, un peso que le no le dejaba respirar, le oprimía hasta el dolor, hasta que el poco aire que retenía escapaba en una bocanada.

-No eres más que un niño con miedo a la oscuridad-la voz golpeó al hombre en la cara helando su alma, helando cada parte de su cuerpo hasta los pies.- y no siempre podrás estar despierto.

La luz del sol se filtraba por las ventanas, se colaba por las rendijas y avanzaba lentamente, la mirada del hombre se fijo en ellos, que cruzaban el suelo rápidamente con la ascensión del sol hasta encaramarse a la cama, cuando volvió a mirar encima de él no había nada, la presión se había marchado de su pecho, como si nunca hubiera existido.
El despertador sonó varias veces, se puso los pantalones vaqueros oscuros, que se encontraban tirados en una silla, sacó una camiseta cualquiera de un cajón del armario, recogió la cartera, las llaves del coche y el móvil, cada cual en una parte distinta de la casa y se marchó. Antes de cruzar el umbral de la puerta, vislumbro una huella encima de la colcha, una huella grande, como de un tigre, giró la cabeza y cerró de un fuerte ruido. Fuera, en la calle, ya se podían oír los ruidos de los coches que empezaban a marcharse.

sábado, 21 de enero de 2012

La Pluma de Jade


El camino se fue haciendo más empedrado conforme subía la montaña. Hacía días que había dejado el Camino Imperial y se había internado por aquel sinuoso camino. Al principio todo eran pequeñas aldeas de campesinos que iban dando paso a vastos campos de arroz.
Detrás de los campos de arroz iban apareciendo los primeros árboles que daban a entender que la vida animal tomaba aquel lugar como suyo.

Había dejado el caballo en la última aldea para emprender el resto del camino a pie, con los años había aprendido que los caballos no aguantaban el recorrido que él se tenía que hacer.
Los bosques dieron paso a un camino montañoso, que a cada metro iba haciéndose más escarpado a la vez que la temperatura iba decreciendo a cada tramo que avanzaba.

El Cangrejo iba enfundado en su armadura, una enorme armadura pesada que portaba el mon del clan Cangrejo en la parte trasera y un pequeño mon de la familia Hida en el lado derecho del pecho.
Cualquiera hubiese dicho que llevar una armadura así era un suicidio en un terreno tan montañoso, pero al guerrero parecía no molestarse, como si fuera su propia piel, tan acostumbrada a ella que no notaba el peso de más que suponía.
En el cinto colgaban su espada y su wakizashi, la primera era algo más clara, de madera clara la vaina, pintada de blanco y azul. Las telas de seda que sujetaban la guarda a la vaina estaban intactas como si jamás hubiera sido usada. Llevaba distintos detalles en plata, relieves hechos por el más diestro de los artesanos. Su wakizashi por otra parte era más tosco, de madera oscura con telas de un color azul, casi negro. La tela también se encontraba casi nueva, el cangrejo solía cambiarla cada poco tiempo, al igual que mantenía la hoja y la vaina como el primer día.
En el cinto, atado, llevaba un tetsubo, este parecía tener unas condiciones un poco más deplorables pues estaba abollado por varios sitios y algunas de las púas estaban rotas, sin duda esa arma le había acompañado en muchas batallas y pronto tendría que ser reparada para alargar su vida.

Hiroki se retiró el sudor de la frente con una mano y la apoyó en el tronco de un árbol que crujió bajo su peso astillándose la madera, llevaba más de una semana de camino y todavía no había alcanzado la cima, y llegaba tarde. Con los años se había estado haciendo viejo y cada vez le costaba más realizar semejantes cosas.
Giró la cabeza y miro hacia atrás con el rabillo del ojo, “ya casi están” pensó fugazmente y una sonrisa cruzó el rostro del samurái, hacía tiempo que no se emocionaba de aquella manera.

El Cangrejo enderezó la vista y siguió caminando hacia delante, el camino hacía tiempo que se había perdido y se orientaba por lejanos recuerdos del pasado, pero el bosque y la montaña habían cambiado demasiado, y muchos árboles habían crecido hasta perderse de vista sus copas y los que antes eran altos habían sido tirados por los fuertes vientos al hacerse viejos y pudrirse su madera.

Una flecha silbó en el aire, rompiendo aquel silencio y clavándose en el árbol que estaba a la derecha del guerrero. Varios pasos y sonidos de ramas quebrarse siguieron al compas de aquella flecha situando a cinco hombres delante del samurái. En la retaguardia se parapetaban varios arqueros protegidos por un par de hombres con yaris.
-Vaya, vaya…-Dijo el cangrejo como un susurro, una sonrisa cruzaba su rostro, se había quitado el yelmo para la subida y su pelo caía recogido en una larga coleta.
-Sera mejor que no te hagas el héroe, samurái -dijo el hombre que lideraba a los cinco soldados. Era joven, bastante arrogante, sujetaba una katana bastante decente, seguramente robada a algún samurái- Tienes mucho valor para cruzar nuestro territorio, será mejor que sueltes tus armas o nuestros chicos te acribillaran a flechazos.
-¿Qué chicos? -dijo el Cangrejo levantando la voz mientras desafiaba al hombre, este le miró con cara de incredulidad y luego miró mas allá, detrás del Cangrejo, donde había parapetado a sus arqueros y a sus yojimbos, allí en medio del bosque, había un hombre. Era mucho más bajo que el enorme Cangrejo, llevaba el pelo gris, recogido en un moño perfecto, sus ropas era de un blanco nácar con detalles en azul cielo. Llevaba su espada desenvainada y en el suelo yacían todos sus hombres.
-Cuánto tiempo, Hiroki -dijo el hombre mientras limpiaba su espada en el aire y la enfundaba tan rápido que apenas tuvieron tiempo de ver la hoja.
-Veo que tu espada no ha perdido rapidez con los años -el Cangrejo le contestó sin perder la vista en los hombres que se encontraban ante él, el Grulla no volvió a hablar.

Los bandidos dieron un paso hacia atrás, un poco asustados. Todos llevaban sus armas desenvainadas listas para luchar. El Cangrejo soltó el tetsubo de su cinturón.
-Pero…pero…-gritó el bandido mientras retrocedían-¿Quién cojones sois vosotros?
-¿Nosotros? -Sonrió el Cangrejo mientras avanzaba relajado hacia el grupo- Somos La Pluma de Jade.

El rostro del bandido se tornó blanco como el kimono del Grulla, los hombres se quedaron plantados incapaces de huir por el miedo, el Cangrejo estaba cada vez más cerca, a unos centímetros del líder.
-Tiemblas como una ramita, chico -dijo mientras le sujetaba con su poderosa mano, apenas hizo fuerza y lo levantó como si fuera una futon para tender. -¡Bu!

El resto de bandidos despertó del shock y salió corriendo, Hiroki dejó caer el cuerpo del chico que cayó al suelo estrepitosamente.
-Recoge a tus heridos, no están muertos, y volved a labrar el campo, antes de que cambie de idea -El hombre salió corriendo hacia donde estaban sus hombres heridos, cuando se cruzó con el Grulla agachó la cabeza y corrió todavía más rápido.
-Eres incorregible Hiroki -dijo el Grulla cuando llegó a su lado- Me enteré de que habían bandidos cerca y pensé que te escucharían desde cualquier montaña cercana.
-No tenias que haberte molestado Aikibei -contestó el cangrejo, hacía años que no usaba ese nombre pero ya no se molestaba en recodárselo.
-Me estaba oxidando ahí arriba.

Continuaron juntos el camino sin apenas decir una palabra, la montaña dio paso a un pequeño camino de piedra, construido por algún alumno. De lejos, ya podía verse los tejados de los edificios y el frondoso bosque daba a entrever un cielo azul, tan luminoso que molestaba a la vista.
Al atravesar el camino llegaron al dojo, era una agrupación de varios edificios, no tenían ningún tipo de decoración, eran edificios sobrios, construidos con la madera de los árboles que creían por aquellas montañas. Había un edificio grande, que debía ser el dojo principal y luego cuatro más rodeando un enorme patio. Aquellas deberían ser las estancias de los alumnos.
En el patio principal, los alumnos practicaban las katas una detrás de otra en una sincronización perfecta.

El silencio reinaba por aquel lugar. Cuando cruzaron el patio los alumnos pararon para mostrar su respeto a su maestro, este les hizo una indicación con la mano para que siguieran.
Atravesaron hasta llegar a uno de los edificios más cercanos a dojo. Un alumno les abrió la puerta cuando llegaron dejando ver una sala pequeña, sin apenas decoración, solo tenía una mesa y un par de cojines.
Aikibei se sentó en uno de ellos y el cangrejo hizo lo propio con el otro, el alumno se quedó de pie esperando las instrucciones de su maestro.
-¿Quieres un té, Hiroki? Aquí es lo único que te puedo ofrecer, ya que no tenemos sake.

Cuando el Grulla dijo eso, el Cangrejo hizo una mueca con la boca que demostraba su desagrado ante aquella frase.
-No se pueden rememorar buenos tiempos sin sake -alargó la mano y sacó de su bolsa un bar de botellas y tres tazas.-Por eso lo he traído conmigo.

Aikibei hizo un gesto a su alumno que se retiró y cerró la puerta tras de sí. El Cangrejo llenó los recipientes con el sake y le acercó uno a su compañero.
-¿Has sabido algo de saraharu-san? -El Grulla se acercó el suyo hasta situarlo delante de él.
-Nadie le volvió a ver después de que volviéramos, seguramente se perdiera en algún lugar con su pequeño amigo.
-Muy propio de él -el Grulla sonrió mientras levantaba la taza de sake-¡Por la Pluma de Jade!.
-Por nosotros, que somos lo único que queda de ella -respondió el Cangrejo.

viernes, 13 de enero de 2012

Bayushi Isei


Bayushi miró a ambos lados, la luna iluminaba la calle estirando las sombras lo suficiente para esconder al joven Escorpión. Contuvo el aliento durante unos segundos y corrió hacia la pared dando un par de pasos y agarrandose a las tejas con las dos manos. Apenas había habido un susurro, sólo el tintineo de la katana contra el wakizashi. Isei tensó los músculos y poco a poco fue levantando su cuerpo, mientras se ayudaba con los pies para subir. Al llegar arriba, se puso de cuclillas y miró al otro lado de la muralla. Allí se extendía un pequeño bosque de distintas variedades de árboles, creando una composición de lo más artificial, pero hermosa al mismo tiempo. El verde de los arboles quedaba oscurecido por las sombras, dando un aspecto tétrico.

El Escorpión se agachó de golpe al escuchar un sonido de botas, más abajo, por la calle, varios guardias hacían la guardia por aquella zona.
"Maldita sea Isei, estate atento, solo tienes trece minutos" El Escorpión se deslizó por el tejado y se dejó caer por la otra parte, descendiendo por uno de los árboles que quedaban a ese lado. Se palpó el cinturón y el mango de los sais le resulto agradable y cálido. En una pequeña carrera atravesó el bosque, parándose en el linde.
"Tres guardias, dos con lanzas y uno con arco" Su mente calculaba rápidamente las opciones "Un puente, una glorieta, desde ahí se puede saltar."

Como si de un gato se tratara, el samurái corrió hasta el puente saltando encima de unos pilares e impulsándose hasta coger el tejado de la glorieta. Desde ahí dio otro pequeño salto y subió a uno de los grandes arboles y se deslizó por las ramas hasta alcanzar el primer piso de aquel enorme edificio. Miró hacia arriba y frotándose las manos empezó a escalar. El negro de su traje de confundía con la pared de la casa, que se escondía de la luna. Era una casa enorme de unos tres pisos de altura.
Isei alcanzó el tercer piso sin problemas y se acercó a la ventana correcta. La luz seguía todavía encendida y tocó levemente con los nudillos, retirándose la mascara de la cara. Una sombra se acercó a la ventana de papel y la corrió débilmente, para dejar tras de si a una joven mujer de unos quince años. Era morena, con el pelo cayéndole en cascada hasta la cintura. Tenía la piel pálida, delicada, como las figurillas que vendían en el mercado, aquellas que escondían tras una vitrina para que nadie las rompiera. Los labios finos, la nariz pequeña, muy fina, como una aguja. Llevaba el kimono todavía puesto pero con el obi desatado.

La chica casi dio un grito cuando Isei puso el dedo en sus labios.
-Tranquila, soy yo, ¿no me recuerdas?-Isei le sonrió, ella lo miró a los ojos y enseguida se relajó.
-Hoshi...-La chica susurró su viejo nombre, su nombre de niño y los recuerdos de su infancia le inundaron.
-Ya no me llamo así, mi nombre es Isei, es el nombre que he cogido tras mi gemmpuku -dijo el chico, orgulloso. Su melena negra estaba recogida en una colega alta para que fuera mas cómodo moverse.
-Es un buen nombre -dijo ella mientras se sentaba en el alfeizar- Pero para mí siempre serás el pequeño Hoshi.

El rostro de ella pareció entristecer, tenía los ojos cristalinos, la nariz rojiza y las mejillas del mismo color, había estado llorando.
-Hacia dos años que no te veía -dijo después de un pequeño silencio.-Desde aquello...
-Estuve entrenando-contesto él, no le gustaba que se refirieran a aquello, no se lo dijo ni a su tío, a quien confesaba todo lo que hacia.-Tenía que completar el gemmpuku. Ahora soy todo un hombre.

Ella lo miró de arriba a abajo y sonrió.
-Sí, sin duda eso parece -dijo señalando la espada que este portaba al cinto.
-Pronto seré un gran samurái, y entonces tu padre no podrá tirarme de tu lado -las palabras hicieron que la pequeña llorara, Isei se quedó paralizado sin saber qué hacer.
-Hoy...hoy mi padre me ha presentado al hijo menor del daymio, el año que viene todo estará preparado para que me case con él -la voz de ella sonaba entrecortada, no le agradaba la idea pero era por el bien de la familia.

Isei dio un paso atrás, y después otro.
-Hoshi...-la voz de ella le llamó. Isei se puso la mascara y se dio la vuelta, corrió, corrió como nunca había hecho, sin preocuparse por el ruido, los guardias se alertaron pero para cuando llegaron a donde habían oído el ruido, Isei estaba muy lejos de allí.

El samurái se paró en un tejado, de su máscara caían lagrimas, que chocaban contra las tejas y resbalaban hasta el suelo.
"Conoce tus debilidades"Se repitió en su cabeza "conoce tus debilidades y nunca las muestres".

Dio un golpe seco, se secó las lagrimas y las dejó atrás, con su gemmpuku. Al día siguiente tenía que partir de la ciudad.