martes, 6 de septiembre de 2011

Rana


La puerta principal se abrió sin ninguna dificultad, al entrar en la sala, todo seguía tal como estaba, como si el tiempo se hubiera detenido en aquel momento que crucé la puerta, meses atrás y ahora retomara su flujo, donde lo había dejado.
Crucé la sala y me dirigí al cuarto, las sabanas seguían puestas, todo limpio como si alguien lo estuviera reservando para mi.
Pequeña Isabela. Sonreí al pensar en ella, siempre había sido una buena chica.
Me senté en mi lado de la cama y abrí el cajón, allí entre los calcetines había un objeto, de plástico blanco. Al cogerlo pude observar que era un ojo, el ojo de un peluche. Recordaba aquella rana que odiaba, aquella rana verde que siempre había estado con ella.
los recuerdos nacieron como el agua, resbalando ligeramente para llenarlo todo después.

El portazo resonó por toda la casa, las paredes temblaron y los pasos se alejaron por el pasillo. Los cuadros del recibidor se habían movido pero apenas me importaba su estado.
Estaba de pie, en el cuarto, delante de la cama, mis ojos miraban de un lado para otro. Cogí aquella rana estúpida y la lance contra el suelo en un ataque de rabia. El único ojo que todavía conservaba salió disparado hacia debajo de la cama, para perderse entre la oscuridad que ofrecía la sombra de esta.
Ni siquiera me molesté en recoger la rana, estaba enfadado, quería seguir, quería tener razón, quería que se disculpase por algo ni recordaba quien tenía la culpa.
Recordaba vagamente la discusión y apenas lo motivos de la misma. Quizá fuera una tontería o quizá fuera algo acumulado durante muchos años, durante tanto tiempo que apenas recordaba cuando empezó.
El reloj fue acelerándose, y el móvil de ella sonaba apagado o fuera de cobertura, tiré mi teléfono contra el suelo, frustrado, frustrado por querer ser yo el que diera el primer paso, por nunca sentir que es ella la que se arrepiente, la que quiere algo.
Recogí los pedazos del móvil que se habían separado con el golpe y los junte encima de la mesa.
Apenas sabía qué hacer, o siquiera donde ir. Me movía frenético de arriba debajo de la habitación. Cogía el teléfono, por s funcionaba bien, miraba la hora, me sentaba para encender la tele, pasaba de un canal a otro y volvía hacia atrás por si en los tres segundos que había pasado habían cambiado algo, apagaba la tele, volvía a andar por el comedor. Siempre que discutíamos me ponía nervioso, estaba intranquilo.
Sabía que ella no volvería, quizá a por sus cosas, pero ya no volveríamos. La espera se hacía
eterna.
El teléfono sonó fuertemente y corrí hacia él, me detuve delante, durante unos segundos, no sabía si cogerlo, si dejarlo pasar. El teléfono daba un tercer toque y mi mano dudaba, llegaba un cuarto toque, pensaba todo lo rápido que podía, mi mano se movió sola antes de que el quinto toque llegara. Al otro lado del auricular propaganda, solté improperios, apena recuerdo que dije y colgué rápido.
El teléfono móvil empezó a sonar, su nombre salía en la pantalla, entonces toda la discusión volvió como una ola que abofeteo mi cara, sentía la rabia, recordaba cada palabra, cada gesto, cada insulto. Recordaba su cara, sus gestos, su tono, mi enfado iba a mayor mientras recordaba otras cosas, cosas anteriores, cosas que nunca recuerdas excepto en estos momentos, que viene a tu mente lucidos, como si alguien los pusiera ahí, justo para la catástrofe, cogí el móvil, nunca tendría que haberlo hecho, apenas unas horas después, volvía a oír sus zapatos alejarse. Yo estaba en la puerta. En la mano sostenía aquella rana verde, ahora sin ojos. Se dio la vuelta al llegar al final del pasillo, me miro fijamente, había llorado mientras recogía sus cosas, mientras yo la contemplaba meditabundo, entre la tierra y el limbo, sus ojos brillaban. Estaban rojizos y sus mejillas acaloradas. Cogió la rana con fuerza, para aferrarse a algún recuerdo, a cualquiera que pudiera tener. Cualquier recuerdo que la alejara. Sus pies parecieron no querer marcharse porque se detuvieron inmóviles delante de ascensor, sin atreverse a adelantar uno a otro, mirándome, con una profunda tristeza. Yo tenía que correr, tenía que ir detrás recoger su maleta, besar sus labios mojados por las lágrimas, tenía que retenerla entre mis brazos, pero mi mano me sujetaba al pomo de la puerta, apenas tenía fuerzas para decirle adiós, apenas tenía fuerzas ella para escucharlo. El ascensor se abrió y después se oyó el sonido bajar. Se había ido, corrí al telefonillo, oí la puerta y oí sus pasos seguidos por el traqueteo de su maleta. Se perdió entre pitidos y ruidos de motor.

La imagen volvió a la habitación, ya había anochecido y la estancia estaba en penumbra, apenas la luz mortecina de la luna conseguía iluminar en la mano aquel pequeño ojo de plástico. Lo cogí con fuerza apretándolo contra mi mano.
Me quedé un rato quieto, apenas pensando, solo mirando aquel ojo. Arrepintiéndome de lo que no fue.
Cogí el ojo y lo deje encima de la cama al lado de aquella rana de peluche verde, no era mía y nunca sería mía, pero era hora de devolverle lo que tenía.
Salí de la habitación y cruce el comedor sin detenerme, apenas recordaba porque había venio pero tampoco me importaba, no podía seguir.
Cerré la puerta de la entrada, volviendo a parar el tiempo en aquel momento, volví a dale la espalda y volví a coger ese tren, el último tren que salía.