miércoles, 30 de noviembre de 2011

Hida Hiroki II


La sangre bombeaba fuertemente en la cabeza del cangrejo, apenas podía retener unas palabras en ella y mucho menos vocalizarlas.
Veía a aquel hombre, de pie enfrente de él, le estaba mirando, y se notaba el odio y el asco que su mirada despedía. Le miraba altivamente, directamente a los ojos, como si fuera basura. En su pecho lucía el símbolo del clan Escorpión.

No recordaba muy bien cómo había llegado a esa situación, había viajado mucho, hacia las tierras del escorpión, sin parar ni una sola vez en el camino. Había parado en aquella posada, tan cerca, podía haber recorrido el trecho que le separaba de su destino, pero había hecho aquella parada. El miedo, aquel que no habían conseguido infundirle ni mil demonios en el corazón del Jikogu, lo había paralizado aquella vez. Había parado y había bebido tanto. Ni recordaba cuántas copas llevaba. Había discutido con un hombre del local, un Escorpión, más bajo que el, pero por su daisho y su postura se notaba que era un Bushi.

Habían empezado a levantar la voz, él había dicho algo y momentos después se encontraban en la calle, solos, en medio de la noche.

-¿Y tú eres un héroe en Rokugan? -Las palabras de su adversario lo sacaron de su trance, se encontraba con la rodilla en el suelo. No tenía que haber empezado la lucha, pues se encontraba demasiado borracho como para ganarla.

Notó el golpe del escorpión, un puñetazo que le acertó directamente a la cara, el cangrejo no hizo nada por esquivarlo aunque bien tampoco hubiera podido. Los golpes se sucedieron pero el dolor no llegaba, apenas le dolían. Notó el golpe del suelo contra su cuerpo, y vio la silueta del Escorpión, borrosa, le pareció oír unas palabras pero nunca llegó a escucharlas y la silueta se desdibujó entre las sombras de la noche acompañada de unos pasos.

El tiempo pareció detenerse, o quizá fue que iba tan rápido que apenas se daba cuenta de los cambios se sucedían alrededor suyo. La noche era tranquila, ningún animal ululaba, ni aullaba, ni se veían las luces de ninguna casa, ni siquiera las luces de la taberna en la que había estado tomando sake.
Apenas veía pues tenía el parpado derecho tan hinchado que le dificultaba la visión.


Intentó moverse pero el cuerpo no le respondía, estaba inerte en el suelo, como si lo hubieran matado, apenas sentía la fuerza de la que hablaban los libros cuando describían las historias, apenas recordaba aquella energía que lo había hecho dirigir a apenas doscientas ratas contra la fortaleza del Daigotsu, apenas sentía aquel sentimiento de batalla que sintió cuando lucho en aquel pasadizo de la ciudad de los Perdidos contra las hordas de Onis que asediaban la puerta que debía de proteger. Los kamis le habían abandonado hacía tiempo.

Una mano le sostuvo la suya, era pequeña, apenas llenaba su enorme mano. Un perfume de mujer llegó a su nariz, era dulce y penetrante y llegaba a cada parte de su cuerpo. No veía aquella figura, ni siquiera la había oído llegar.
-Yu…-su voz se cortó de pronto, su mirada consiguió centrarse en la figura que se agachaba sobre él. Era una mujer, sin duda una de las más hermosas que había visto, de tez clara como la mañana, rasgos finos, sus ojos delataban una ternura y una tristeza que dudaba que pudiera caber en un cuerpo tan pequeño. Su pelo caía liso y blanco sobre su espalda.
-Ella no ha venido, no sabe que estas aquí-dijo suave la voz de su mujer, no mostraba hostilidad, no parecía enfadada.
-Yariko….-La voz del cangrejo apenas tenía fuerza, como si saliera de un cascarón vacío.
-Hay que volver a casa, el Campeón esta preocupado por ti, saliste sin decir nada -su mujer sacó un pañuelo de su kimono y limpió la sangre de la cara de su esposo, delicadamente, había amor en su mirada. 

Lo cogió y le ayudó a levantarse. El cuerpo le pesaba como si fuera una montaña, como si estuviera hecho de un metal pesado. Con cuidado se levantó. Su mujer le ayudó a colocarse cuidadosamente el kimono, y le cargó la bolsa donde traía lo poco que había cogido para el viaje.
-¿Por qué has venido? -Su voz hizo que ella se detuviera, lo miró a los ojos, su mirada era frágil, como la de una delicada Grulla, no parecía la mujer que había demostrado ser en la corte, fuerte y decidida.
-Porque te amo, Hiroki -su voz era un hilo entrecortado, nunca hubiera pensado que ella pudiera quererle de verdad, el suyo fue un matrimonio de conveniencia, por el bien de sus dos clanes, nunca pensó que ella guardara por él más que respeto, el respeto de una devota mujer rokuganí. Sus pequeñas manos cogieron las suyas, acariciándolas- Eres como los héroes que me leían de pequeña, un hombre valiente, que no tiene miedo a nada, un hombre que desafía hasta a los kamis por defender su Imperio. Un hombre que defiende a su familia. Pero no quiero que te conviertas en una sombra de lo que eres.

Las palabras de Yariko hicieron mella en el Cangrejo, se repitieron constantemente. Vio a su padre, en las Tierras Sombrías, como una sombra de lo que había sido, un chiste grotesco del ideal del bushido y del camino del Cangrejo. Sus manos temblaron incontrolablemente pero Yariko las sostuvo con fuerza.
-Te quiero-dijo el Cangrejo, sus manos aferraron las de la pequeña Grulla, que lo miró con ternura, pero todavía con tristeza.
-No me quieres, a mí no -dijo la Grulla, sus ojos se volvieron vidriosos, haciéndola si cabía más hermosa, sus manos se movían nerviosas entre las enormes manos del cangrejo.- Pero seré una buena esposa para ti, y algún día me querrás.

Hiroki se separó de la pared y con la mano de la Grulla todavía en la suya se marchó en dirección al carro que les esperaba más adelante. Sin embargo, con su mano derecha buscó en su pecho aquel bulto, aquel pequeño bulto que jamás iba a abandonarle.

martes, 6 de septiembre de 2011

Rana


La puerta principal se abrió sin ninguna dificultad, al entrar en la sala, todo seguía tal como estaba, como si el tiempo se hubiera detenido en aquel momento que crucé la puerta, meses atrás y ahora retomara su flujo, donde lo había dejado.
Crucé la sala y me dirigí al cuarto, las sabanas seguían puestas, todo limpio como si alguien lo estuviera reservando para mi.
Pequeña Isabela. Sonreí al pensar en ella, siempre había sido una buena chica.
Me senté en mi lado de la cama y abrí el cajón, allí entre los calcetines había un objeto, de plástico blanco. Al cogerlo pude observar que era un ojo, el ojo de un peluche. Recordaba aquella rana que odiaba, aquella rana verde que siempre había estado con ella.
los recuerdos nacieron como el agua, resbalando ligeramente para llenarlo todo después.

El portazo resonó por toda la casa, las paredes temblaron y los pasos se alejaron por el pasillo. Los cuadros del recibidor se habían movido pero apenas me importaba su estado.
Estaba de pie, en el cuarto, delante de la cama, mis ojos miraban de un lado para otro. Cogí aquella rana estúpida y la lance contra el suelo en un ataque de rabia. El único ojo que todavía conservaba salió disparado hacia debajo de la cama, para perderse entre la oscuridad que ofrecía la sombra de esta.
Ni siquiera me molesté en recoger la rana, estaba enfadado, quería seguir, quería tener razón, quería que se disculpase por algo ni recordaba quien tenía la culpa.
Recordaba vagamente la discusión y apenas lo motivos de la misma. Quizá fuera una tontería o quizá fuera algo acumulado durante muchos años, durante tanto tiempo que apenas recordaba cuando empezó.
El reloj fue acelerándose, y el móvil de ella sonaba apagado o fuera de cobertura, tiré mi teléfono contra el suelo, frustrado, frustrado por querer ser yo el que diera el primer paso, por nunca sentir que es ella la que se arrepiente, la que quiere algo.
Recogí los pedazos del móvil que se habían separado con el golpe y los junte encima de la mesa.
Apenas sabía qué hacer, o siquiera donde ir. Me movía frenético de arriba debajo de la habitación. Cogía el teléfono, por s funcionaba bien, miraba la hora, me sentaba para encender la tele, pasaba de un canal a otro y volvía hacia atrás por si en los tres segundos que había pasado habían cambiado algo, apagaba la tele, volvía a andar por el comedor. Siempre que discutíamos me ponía nervioso, estaba intranquilo.
Sabía que ella no volvería, quizá a por sus cosas, pero ya no volveríamos. La espera se hacía
eterna.
El teléfono sonó fuertemente y corrí hacia él, me detuve delante, durante unos segundos, no sabía si cogerlo, si dejarlo pasar. El teléfono daba un tercer toque y mi mano dudaba, llegaba un cuarto toque, pensaba todo lo rápido que podía, mi mano se movió sola antes de que el quinto toque llegara. Al otro lado del auricular propaganda, solté improperios, apena recuerdo que dije y colgué rápido.
El teléfono móvil empezó a sonar, su nombre salía en la pantalla, entonces toda la discusión volvió como una ola que abofeteo mi cara, sentía la rabia, recordaba cada palabra, cada gesto, cada insulto. Recordaba su cara, sus gestos, su tono, mi enfado iba a mayor mientras recordaba otras cosas, cosas anteriores, cosas que nunca recuerdas excepto en estos momentos, que viene a tu mente lucidos, como si alguien los pusiera ahí, justo para la catástrofe, cogí el móvil, nunca tendría que haberlo hecho, apenas unas horas después, volvía a oír sus zapatos alejarse. Yo estaba en la puerta. En la mano sostenía aquella rana verde, ahora sin ojos. Se dio la vuelta al llegar al final del pasillo, me miro fijamente, había llorado mientras recogía sus cosas, mientras yo la contemplaba meditabundo, entre la tierra y el limbo, sus ojos brillaban. Estaban rojizos y sus mejillas acaloradas. Cogió la rana con fuerza, para aferrarse a algún recuerdo, a cualquiera que pudiera tener. Cualquier recuerdo que la alejara. Sus pies parecieron no querer marcharse porque se detuvieron inmóviles delante de ascensor, sin atreverse a adelantar uno a otro, mirándome, con una profunda tristeza. Yo tenía que correr, tenía que ir detrás recoger su maleta, besar sus labios mojados por las lágrimas, tenía que retenerla entre mis brazos, pero mi mano me sujetaba al pomo de la puerta, apenas tenía fuerzas para decirle adiós, apenas tenía fuerzas ella para escucharlo. El ascensor se abrió y después se oyó el sonido bajar. Se había ido, corrí al telefonillo, oí la puerta y oí sus pasos seguidos por el traqueteo de su maleta. Se perdió entre pitidos y ruidos de motor.

La imagen volvió a la habitación, ya había anochecido y la estancia estaba en penumbra, apenas la luz mortecina de la luna conseguía iluminar en la mano aquel pequeño ojo de plástico. Lo cogí con fuerza apretándolo contra mi mano.
Me quedé un rato quieto, apenas pensando, solo mirando aquel ojo. Arrepintiéndome de lo que no fue.
Cogí el ojo y lo deje encima de la cama al lado de aquella rana de peluche verde, no era mía y nunca sería mía, pero era hora de devolverle lo que tenía.
Salí de la habitación y cruce el comedor sin detenerme, apenas recordaba porque había venio pero tampoco me importaba, no podía seguir.
Cerré la puerta de la entrada, volviendo a parar el tiempo en aquel momento, volví a dale la espalda y volví a coger ese tren, el último tren que salía.

martes, 5 de abril de 2011

Chuda Hisui


La lluvia volvió a cogerse, aquella lluvia negra, que se clavaba en cada parte de su cuerpo cuando caía y calaba su alma hasta lo más profundo. Allí, más allá de la Muralla del Carpintero, donde las leyes de Rokugan no tenían valor, donde el honor era visto como un lastre y el bushido no era más que palabras, donde la muerte rondaba a cada paso y la corrupción estaba hasta en los espíritus que rondaban por ahí.

Un destello hizo brillar las oscuras nubes que oscurecían las corruptas tierras que pisaba, y sonido atronador hizo que la tierra se moviera haciendo que la mujer levantara la cabeza.
Era una chiquilla, no tendría más de dieciséis años, llevaba un kimono con el mon de la familia Chuda, una serpiente en amarillo sobre un fondo verde. Llevaba el pelo corto, y algo revuelto, allí en las Tierras Combrías no tenía tiempo para cuidar esos detalles y prefería mantenerlo corto por comodidad. Sus ojos eran de un verde intenso, un rasgo que no sabía de dónde había venido.

Nunca se había preocupado de su cuerpo ni de su aspecto, aunque sabía que era hermosa, lo sabía por las miradas que los perdidos le echaban cuando pasaba cerca de ellos, sus miradas lascivas. Notaba cómo la desnudaban con la mirada y con su mente imaginaban las más depravadas situaciones. A ella le repugnaban, todos y cada uno de ellos, aquellos samuráis eran la vergüenza de todo el imperio y por ello estaban allí, eran como su antiguo sensei, y como él deberían estar hace tiempo muertos.

Los sonidos de unos pasos hicieron que levantara la cabeza.
-Hisui -sonó una voz delante de ella, era su maestro, Chuda Kazu.
-Decidme sensei -dijo ella con una voz que pareció solemne, era una grandísima mentirosa, odiaba todo aquello, pero ya no la querían en otra parte.
-Acércate, tengo algo que enseñarte -dijo él mientras se sentaba en una roca cercana, ella se levantó despacio y se sentó a su lado, mirando lo que el miraba. En un pequeño montículo de piedras, una planta se enredaba entre ellas naciendo pura.- Es como tú, Hisui -dijo con una sonrisa que provocaba escalofríos en más de uno.
-Yo me corrompo -dijo ella, ofendida, por eso le habían elegido aquel nombre en su gempuku.
-Sí, pero como esa planta, te niegas a corromperte, la planta se corromperá con el tiempo, pero mírala, es como tú -las palabras se clavaron en su alma, ella odiaba aquella mancha que provocaba aquel odio dentro de ella, aquellas ansias de venganza y esa sed de sangre.
-No digáis eso sensei, pertenezco al Daigotsu y bien lo sabéis -contestó ella, su mirada se había desviado de la planta para mirar al horizonte, a uno de los picos que despuntaba el cielo hasta internarse en las oscuras brumas.
-Sí, sí. Eso dices, pero ¿será cierto? -Preguntó él mientras se levantaba y cogía su bolsa de pergaminos.
-Siempre será así -contestó ella con una nota de resignación.
-Pues sígueme -Kazu se levantó, dejando atrás las cenizas de la hoguera que les habían calentado durante lo que ellos habían creído que era la noche. Hisui le siguió de cerca.

Estuvieron andando media hora, por el camino de la sangre, hasta llegar a un pequeño claro donde las piedras se amontonaban donde antes había habido una gran montaña. En el suelo un cráneo gigante reposaba en la tierra. Sus grandes colmillos se cerraban en una boca vacía, una boca muerta muchos años atrás. Hisui sintió un escalofrío al mirar en los ojos del aquel cráneo.
-El terror elemental del fuego -dijo Kazu mirando el terrible esqueleto que estaba ante ellos- Fue reducido a lo que ves, nadie sabe todavía cómo, al igual que la montaña del fuego eterno fue devastada.-La joven lo miraba, aquellas piedras todavía retenían poderosos espíritus en su interior. Los kansen de fuego rugían de rabia, calentando las piedras que antes habían formado aquella montaña, su hogar.
-¿Por qué estamos aquí? -Preguntó con curiosidad la alumna. El profesor no contestó, se limitó a seguir andando hacia delante. Al poco, llegaron a un lugar más apartado donde se oían unos gritos y un sonido como si un metal estuviese siendo roído.

Al avanzar un poco más, Hisui pudo ver a un pequeño nezumi de pelaje blanco, que luchaba por librarse de las cadenas que le atenazaban, las cadenas salían del suelo, atrapando el pie de aquel incauto roedor. Ella conocía aquel conjuro muy bien. El nezumi tenía una armadura bastante tosca, con metal poco tratado, y pintada en tonos de verde oscuro imitando lo poco verde que podía haber en las tierras sombrías, sin duda debía ser un explorador.
-Mira lo que capturé ayer cuando fui a dar una vuelta -dijo el hechicero Chuda mientras mostraba su presa a su alumna, que lo miraba con cierta duda, el nezumi gritaba en su lengua rátida, entre chasquidos y aquel insoportable sonido que hacían.
-Un nezumi, ¿Y qué? -contestó ella mientras miraba al rátido, las cadenas habían hecho sangre en su tobillo, dejando un pequeño charco en el suelo, pero los ojos del nezumi rebosaban orgullo y algo que pareció ser honor.
-Dices que tu perteneces al Daigotsu, pero no sé hasta qué punto -contestó el-¿Seguirías cualquier orden?-preguntó mientras la miraba a los ojos, con aquellos ojos rojizos que rebuscaban en su mirada.
-Sí, así es -contestó ella mientras su corazón se atenazaba y el odio que sentía por el clan de la Araña aumentaba.
-Bien, bien -dijo él y después sacó algo de la bolsa y se lo tendió. Era un colgante de hueso, los kansen dentro de él bailaban de emoción, eran kansen de fuego y se concentraban en la punta de aquel hueso que parecía un colmillo.-Es un diente del terror elemental, lo cogí adrede para ti.-Su sonrisa se hizo más perversa.
-Gracias sensei -dijo ella mientras observaba el objeto. Él nunca le había regalado nada, nunca…
-Ahora, demuestra tu fidelidad, quiero que ates el alma del nezumi al colmillo.

El nezumi pareció entender lo que decía, pues empezó a moverse con más furia, con más rabia, hasta reabrir la herida de su tobillo. Hisui dudó un momento, pero su sensei no le dejó más que eso, pues enseguida le ofreció el pergamino necesario para hacerlo. Ella conocía ya el conjuro, lo habían practicado para atar el alma de los espíritus a los sitios, pero con un ser vivo era diferente, primero habría que arrancar el alma de su cuerpo. La hechicera sacó el tanto que llevaba en el obi y se realizo un corte en uno de sus brazos, tenía los brazos marcados con mil y una cicatrices que demostraban su dedicación a la magia de maho. La sangre empezó a caer y ella dejo que chorreara hasta bañar el suelo y moverse por los surcos que la tierra formaba.

Con el dolor palpitando en su brazo abrió el pergamino y empezó a hablar a los kansen que empezaban a rodear al nezumi. Este lo sentía y gruñía, gritaba e intentaba arañar a las criaturas. Ella notaba como la fuerza del Jikogu la atravesaba, el reino oscuro le daba poder insuflándolo desde el pozo supurante, los kansen venían a su voz en bandadas, y ella los veía, y su voz se iba haciendo más fuerte. Cuanto más avanzaba el conjuro más eran los kansen de fuego que rodeaban al rátido, arañando su alma y arrancando trozos de ella. Los chillidos del nezumi se oían por todo el claro, seguramente en poco tiempo más nezumi vendrían por las súplicas de su hermano. 

El conjuro finalizó y los kansen, ansiosos, se lanzaron contra el cuerpo de la rata que se agarró el pecho mientras miles de manos de fuego oscuro quemaban su piel y arrancaban su alma sujetándola con fuerza entre sus manos. Esta se movía intentando escapar, con su cuerpo muerto, a su reino, pero los kansen la sujetaban con fuerza. La llevaron hasta la hechicera y usando el colgante como recipiente obligaron al espíritu a introducirse dentro de él, el nezumi se movió, intentó evitarlo pero su espíritu fue atado al Nigen-do, atado al collar.

Hisui levantó el pergamino que empezó a arder en llamas, consumido por los espíritus oscuros de fuego, como parte del ritual. Los espíritus se acercaron y le lamieron la herida, quemándosela, ella apretó los dientes, parecía que ellos estaban satisfechos con lo que les había ofrecido y los kansen se dispersaron a volver a sus oscuros oficios.
-Muy bien ejecutado -dijo su sensei, aplaudiendo lentamente- No creí que fueras capaz de hacer un conjuro-ritual así.

Los ojos de Hisui rebosaban odio, pero su cabeza se mantenía lo suficientemente agachada como para que su sensei no lo viera.
Él se acercó, apoyando su mano en su hombro, ella sintió nauseas, como cada vez que alguien la tocaba.
-Es hora de que vayas a Rokugan, aquí no me queda mucho que enseñarte y ese Nezumi te contará la historia de lo que aquí pasó, para que sepas lo que tienes que hacer.-Sonrió el hombre mientras levantaba la cabeza de su discípula.
-¿A…a Rokugan?-Contestó algo confusa, no sabía que decir, hasta ahora le habían obligado a permanecer en aquellas tierras, atada a la corrupción, la oscuridad, la depravación…
-Sí, a Rokugan. Irás al bosque Shinomen, allí te encontraras con el clan de la Araña, ellos te dirán qué debes hacer-Sus palabras se clavaron en la cabeza de la chica.-Si no vas, lo sabré y entonces desearás no haber salido de estas tierras.

Aquellas palabras estremecieron a Hisui. Su sensei se dio media vuelta y se marchó mientras sus últimas palabras calaban en ella.
-No hace falta que te acompañe…creo que te sabes el camino.

A Hisui le pareció escuchar una risa, o quizá solo fue su imaginación. Su sensei desapareció del lugar, dejándola sola por primera vez en mucho tiempo…Rokugan, aquel lugar apareció en su cabeza. 
De fondo se oían gruñidos y pasos acelerados, tenía que irse los nezumis veían

viernes, 1 de abril de 2011

Hida Hiroko II


Los pasos retumbaban en el tatami, se acompasaban, adelante y atrás, en una combinación arrítmica. Hiroko contuvo la respiración, observando a su alrededor, sus manos aferraban fuertemente el tetsubo que Hiroki le había regalado.
El pelele se encontraba delante de ella, y también detrás, y a la izquierda y a la derecha. Los cuatro peleles estaban en su posición. Eran muñecos de madera que Hiroki usaba para entrenar con ella, para entrenar los múltiples enemigos.

Los muñecos empezaron a moverse en la mente de Hiroko, danzando alrededor suyo. Sus miembros de madera empezaron a convertirse en manos que sostenían espadas. Sus piernas se separaron del suelo, y ellos empezaron a moverse, cada uno individualmente, mientras la acechaban para atacar. 
El primero fue el de la parte de atrás, Hiroko se movió ligeramente hacia el lado y girando sobre sus tobillos ladeo al hombre golpeándole en la espalda con el tetsubo, y haciendo que cayera al suelo, demasiado herido para levantarse. Los otro dieron un paso para atrás, asustados por el golpe, pero fue sólo un amago. El que tenía a la derecha se dirigió, con la katana desde arriba hasta abajo, ella colocó el tetsubo para protegerse, como le había enseñado Hiroki, para después desviar la espada hacía abajo y golpear con su tetsubo hacia arriba. El hombre cayó al suelo, con la cara destrozada por el impacto. El siguiente no esperó a que se diera la vuelta, y saltó a la carga, apoyado por el otro, ambos golpeaban a la Cangrejo mientras esta bloqueaba arriba y abajo, rápidamente con su tetsubo mientras movía sus pies con rapidez, como le había enseñado su madre. 

Hiroki le había dicho que cuando no pudiera golpear, debía debilitar a sus enemigos, dejar que se cansaran. Estuvo bloqueando hasta que vio el cansancio en los ojos de los bushi. Blandió el tetsubo con rapidez y golpeó al primero en el pecho, rompiendo su armadura en pedazos y dejándolo en el suelo, el segundo dio un paso atrás asustado, pero aferró fuerte su arma, Hiroko no dudó, saltó encima de él aplastando su cabeza con el arma. El cuerpo se desplomó, inerte. Hiroko jadeó, cansada, se apoyaba con las manos sobre sus rodillas, y el sudor empapaba su cuerpo. Se secó con un paño que había traído, dejándolo en un cubo que tenían en el dojo para tal fin y se sentó a descansar. 

Su corazón latía fuertemente, aquellos combates eran extenuantes y eso que los peleles no se movían… Se moría de ganas por ir a las Tierras Sombrías a cumplir su Gempukku. Había escuchado mil veces las historias que su tío le contaba sobre las Tierras Sombrías, sobre las criaturas que moraban allí, los muertos que se levantaban, los demonios que hacían que tu alma se consumiera en llamas, los ogros tan grandes que llevaban troncos de árboles como armas, las oleadas de innumerables trasgos que azotaban las tropas sin descanso alguno hasta su extenuación. Hiroki le había contado cada una de sus expediciones, de sus batallas, de sus victorias y también su Gemmpuku, donde consiguió la cabeza de un gran ogro, todo el mundo estuvo muy orgulloso de él.

Hiroki siempre se las había contado con una mezcla de orgullo y terror, quería atemorizarla para que ella no fuera, pero cada vez que le contaba esa sensación en batalla, cuando todo su cuerpo se ponía tenso, y casi sin pensar, por pura inercia sus manos se movían, golpeando los cuerpos de los enemigos y protegiéndose de ellos, cuando los kamis de fuego recorrían su cuerpo dándole energía y los kamis de tierra lo hacían como una montaña impracticable.
Ella le admiraba, quería estar con él en batalla, ver lo que mil personas contaban contaban sobre La Montaña, el terror de las Tierras Sombrías; los Hiruma bromeaban diciendo que los trasgos contaban historias a los más jóvenes, diciéndoles que un demonio con caparazón de Cangrejo iría a llevárseles si no hacían caso y los Onis mas grandes temblaban con el simple hecho de escuchar ese nombre de los labios de alguien. Los más atrevidos incluso decían que en las Tierras Sombrías le llamaban “el que no debe ser nombrado”. Hiroko sonrió, las historias de su tío eran impresionantes. Incluso intentó en varias ocasiones leer la novela que su otro tío había escrito, aquella interminable epopeya, que usaba más como pesas que como libro de dormir.

Cuando Hiroko levantó la cabeza, la luna despuntaba en el cielo, en un cielo descubierto, y desde el Tengoku reflejaba su imagen en las aguas del Nigen-do. Por la posición de la luna, debía pasar de medianoche, y sabía que por la mañana su tío era implacable con los que dormían poco. Sus pasos se alejaron de aquel destrozo, con el suelo lleno de los peleles, entre madera y paja.
Al salir sus ojos pararon en una puerta que no había visto antes, oculta debajo de la escalera. Era una pared falsa. Hiroko apretó la puerta, deslizándola luego hasta dejarla abierta. Dentro no había luz alguna, sólo la completa oscuridad. Cuando dio un paso hacia delante, una pequeña ráfaga de aire golpeó la cara de la chiquilla, la cual dio un paso hacia atrás, asustada. Aquel viento le había helado el corazón y le parecía que también le había llevado un mensaje, un mensaje cargado de maldad. 

Hiroko miró hacia los lados, confundida y vio un pequeño mueble con una piedra de fuego y una antorcha colgada encima del mueble, en la pared. Rápidamente cogió la piedra encendió la antorcha, que crepitó débilmente, dando un pequeño haz de luz a la habitación. Era un pasillo corto, de apenas un metro y poco que desembocaba en una puerta de madera, con una cerradura de metal, digna de un artesano Kaiu. La puerta tenía un kanji grabado en ella “redención”. Otra ráfaga de aire paso a través de ella, volviendo a llevar ese sentimiento frío y un mensaje, un nombre…le pareció oír Hiroki.
Ella se acerco mientras la llama luchaba por resistirse, por mantenerse viva, como si luchara contra algo.
La puerta grande hizo un pequeño ruido y se abrió, apenas unos centímetros, dejando una pequeña obertura por donde ese frío gélido salía.
La llama crepitó, haciéndose un poco más pequeña, como si se hubiera asustado.

Hiroko avanzó hasta tocar la puerta, su corazón latía fuertemente, casi desbocado, aquello que había detrás de la puerta la asustaba y la intrigaba. Empujó ligeramente con los dedos, haciendo que se abriera, dejando ver una capilla. La capilla tenía el mon del clan Cangrejo dibujado en una gran tela, con un tono negro como la noche. Delante del mon, una pequeña estatuilla de un cangrejo, el cangrejo luchaba contra una sombra que lo devoraba. Al lado una urna que contenían unas cenizas y un nombre escrito “Hida Hiroshi”. En el suelo, reposando, una caja de metal, negra como la noche. En la caja había dibujada una historia, una historia de un cangrejo, que salía de la playa, para buscar alimento y se internaba en una selva oscura, oscura como la noche que lo fue devorando, hasta convertirse en un animal de aquella selva oscura, y empezó a cazar a sus compañeros cangrejos, devorándolos. Hasta que otro cangrejo le derrotó, devolviendo su cuerpo a la playa, para que todos recordaran porque no debían de internarse en la selva oscura.

La caja estaba cerrada con cadenas de metal y varios candados que parecían muy resistentes.
Aquella caja empezó a llamar su atención, como si la llamara, como si la instara a abrirla, a descubrir qué había dentro. Sus manos se movieron, como por instinto, acercándose lentamente hacía aquella caja misteriosa. Algo la detuvo, y por un momento notó el frío aquel que la rodeaba, colándose por cada rincón de su cuerpo, y como poco a poco iba desapareciendo, retirándose, tal como el fuego lo había hecho.
-Hiroko -sonó una voz profunda y fuerte, era la voz de su tío, que la llamaba desde la puerta. Ella se giró algo avergonzada, su cara estaba roja de vergüenza y su cabeza se agachó por haber ofendido así a Hiroki.-Ve a la cama, es tarde -concluyó el Cangrejo, con tonó mas afable. Ella no pudo moverse, le temblaban las piernas.
-Lo siento mucho Hiroki-sama -dijo mientras se mordía el labio.-No quería….

El cangrejo se adelantó, abrazándola, ella sintió el calor que emanaba el cuerpo del Cangrejo; como había escuchado tantas otras veces, los kuni decían que los kamis del fuego hervían dentro de Hiroki.
-No es culpa tuya, ahora vete a dormir -contestó él, mientras la acompañaba hasta la puerta. E

lla se dejó llevar, hasta haber salido de aquel cuarto, y del pasillo oculto. Allí ella avanzó hasta las escaleras para subir a su cuarto, y se detuvo antes de subir.
-¿De quién es la capilla? -Preguntó Hiroko.
-De mi padre -la voz del cangrejo se apagó, pero sus ojos siguieron mirando con ternura a la joven chiquilla, esbozó una sonrisa y atravesó la puerta que llevaba a la capilla oculta.

Hiroko subió algo confundida, y al meterse en la cama, los pensamientos de aquella capilla le asediaron y en sus sueños apareció un hombre, un hombre que portaba una armadura negra como el carbón, con el mon y la figura del cangrejo retorcidos en una blasfema burla.

jueves, 24 de marzo de 2011

Hida Hiroko


Hiroko se levantó del futon de un salto, tenía el cuerpo cubierto de sudor y su corazón latía fuerte, como si quisiera escapar de su pecho. Había tenido una vez más aquel sueño recurrente en el que un perdido que antaño fuera del clan del Cangrejo la buscaba sin descanso, persiguiéndola. La perseguía por su casa de Bayushi Kyuden, la perseguía por el dojo de las tierras del Cangrejo, la perseguía por lugares que ni ella misma conocía. Largos pasadizos tallados en piedra, tan altos que la propia vista se perdía entres las sombras de su techo abovedado. 

La perseguía por un pasillo, rodeado de un líquido denso y ardiente que hacía que su cuerpo sudara, se retorciera de dolor a cada paso, escapando de aquella sombra incansable. Y llegaba a una capilla, una capilla con diferentes objetos malditos, una capilla de donde gritos de muerte y horror desgarraban sus oídos. Y aquella figura, enorme, oscura, que la perseguía incansable le sonría, le decía que no tenía salida alguna, que estaba perdida y moriría como había hecho su madre, para que pudiera cumplir su venganza. 

El sueño se iba difuminando a la vez que lo latidos de su corazón, antes desbocado, se iban calmando lentamente. Fuera, una gran tormenta azotaba las tierras del Cangrejo. Se encontraba en el dojo de su tío, Hida Hiroki, uno de los mayores héroes de Rokugan. Siempre lo había admirado, mucho más que a su padre o a cualquiera que ella conociera. Quizá por la afinidad que sentía con él, por el espíritu del fuego, de la lucha, que latía en ambos como si fuera el mismo espíritu. Cuando veía luchar a su tío y sensei, se quedaba boquiabierta, como quien ve a su héroe de la infancia lograr gestas que solo se oían en los cuentos más fantásticos y a la vez más oscuros de Rokugan. 

Se acercó a la ventana y vio una figura bajo la lluvia, sentada en el jardín, con la lluvia cayendo sobre sus hombros, como si fuera una roca, o como una llama inextinguible que lucha contra los elementos y se mantiene encendida a pesar de todo. Hiroko bajó despacio por la escalera, casi sin hacer ningún ruido, era algo que había aprendido de su madre, a ser silenciosa y ágil como una sombra. Su tío siempre lo repetía cuando ella lo pillaba desprevenido en un pasillo oscuro o poniendo su arma en su cuello mientras meditaba, le decía que se parecía a su madre, silenciosa como una sombra y letal como una espada. 
Ella reía cuando oía esos comentarios, no había conocido a su madre tanto como hubiera querido, sólo tenía de ella lo que había escrito y a ella nunca le gustó leer, ni siquiera el libro que su otro tío había escrito, el libro que narraba las heroicidades de la Pluma de Jade, o al menos en parte. 

Los pies de Hiroko se movieron por el tatami, y sus manos deslizaron las puertas como si estas fueran incapaces de hacer ruido. El sonido de la lluvia le llegaba, golpeando contra el suelo, contra el tejado de la casa, contra la ropa de su sensei, que se encontraba sentado en medio del jardín con la cabeza cabizbaja, el pelo suelo cayendo en una maraña por delante de su rostro. Miraba algo, algo que llevaba entre sus manos. Hiroko se adelantó más, con sumo cuidado, como si sus pasos pudieran cortar aquel momento, aquel momento que significaba más de lo que realmente decía. 

Sus pies se hundieron en la tierra mojada que formaba ya barro se metía entre sus dedos, frio y viscoso. Era una sensación que siempre le había gustado y que compartía con Hiroki, cuando era más pequeña recordaba que Hiroki le había llevado al césped una noche de lluvia, y le había metido los pies en aquel trozo de tierra húmedo y viscoso, y se le habían empapado. Fue una noche en la casa de su madre, cuando su madre seguía con vida, recordaba aquel momento, pero no recordaba a nadie más, sólo a su madre y a Hiroki, en aquella casa, aquella noche de tormenta. Un segundo paso siguió al primero, vacilante, como si temiera que el Cangrejo levantara la cabeza. 

Cuando estuvo más cerca, vio el cuerpo de Hiroki temblar, temblaba sin parar, intermitentemente. Nunca había visto jamás a Hiroki temblar. Sus manos aferraban torpemente un pequeño colgante, de un material metálico pero más brillante y puro que el acero. Era un colgante de plata. Las manos del Cangrejo temblaban mientras la lluvia caía encima del colgante, pero sus manos estaban bajo su cabeza, la lluvia no llegaba hasta ahí. 

El cangrejo lloraba amargamente por encima del colgante, cuando Hiroko se acercó más pudo escuchar algún quejido lastimero, y pudo ver los temblores del Cangrejo, que lloraba desolado encima de aquel objeto de plata. 
 -Sensei…-Su voz fue un susurro, seguido por un trueno que estremeció el mundo, un trueno tan fuerte que tuvo que oírse hasta en el Tengoku. El Cangrejo pareció no darse cuenta, sus manos aferraban fuertemente el colgante de plata. 
-Hiroki…-Volvió a intentar Hiroko, estaba vez el samurái levantó la cabeza, tenía los ojos rojos, llenos de lágrimas, el kimono manchado de lluvia y barro y las manos, aquellas gigantescas manos aferraban aquel objeto. Hiroko pudo ver la imagen de una mujer, una mujer que se parecía a su madre.
-Hiroko-dijo el Cangrejo levantándose. Aun así, su estampa era aterradora, un coloso que con sus manos podía partir el cuello de cualquier hombre como una rama seca. Pero sus ojos denotaban un cierto roce de amor, siempre la miraba con ternura, aunque su voz la maldijera por el espíritu del cangrejo, sus ojos siempre la miraban con la ternura de un padre, una ternura que los ojos de su padre nunca mostraron.- No deberías estar despierta a estas horas, te vas a constipar. 
-Tú me enseñaste a disfrutar del frío barro bajo mis pies -contestó Hiroko, su voz sonaba dulce, y algo melancólica, Hiroki parecía no acordarse.-Fue en casa de madre, antes de que muriera, tú estabas allí, una noche de tormenta, yo tenía miedo de los truenos que resonaban en la distancia y tú me dijiste que era Osano-Wo, que anima a los Cangrejo a seguir luchando, para proteger a Rokugan, porque es su deber.-Hiroko rió en voz baja, mientras miraba al cangrejo a los ojos. Los ojos seguían rojos y vidriosos.- Como aquello no me tranquilizó, me cogiste en brazos y me bajaste al césped, madre se enfadó mucho porque decía que me iba a constipar y tu le dijiste que yo tenía la fortaleza de los cangrejo. Me bajaste y pusiste mis pequeños pies sobre el frío barro, hasta notarlo subir por mis pies, yo empecé a quejarme y te dije que estaba frío, y tú me dijiste que mientras un samurái pudiese disfrutar de esas pequeñas cosas, tendría un motivo para luchar y morir. 

Hiroki dio un paso adelante y le dio un pequeño beso en la frente a Hiroko, esta abrazo al Cangrejo con fuerza, tan fuerte como le dejaban sus brazos, apretando el fuerte cuerpo del cangrejo y empezó a llorar, a llorar como nunca lo había hecho, a llorar por su madre, por el espíritu que la acosaba, por el cariño que sentía hacia su tío y porque sabía la verdad. Hiroki la cogió entre sus brazos y la levantó, como solía hacer cuando era pequeña y puso el colgante sobre sus manos. 
-¿Por qué nunca me dijiste que tú eras mi padre? -Dijo Hiroko llorando, mientras agarraba aquel recuerdo de Yumi, y aferraba el kimono de Hiroki, fuerte, tan fuerte que pareció romperse. 
-Porque quise mucho a tu madre, demasiado, y quería que tuvieras una vida feliz, sin ese secreto rondando por tu cabeza -dijo él, mientras la metía dentro de la casa y con un gesto llamaba a varios criados para que prepararan un té, un baño caliente y ropas limpias. 

Hiroko se agazapaba sobre el cuerpo del cangrejo que la abrazaba, abrazaba a su niña pequeña, que lloraba entre su kimono. 
-Quiero dormir, padre -dijo ella mientras Hiroki le acariciaba el pelo- Quiero dormir ahora, para que luego me lo cuentes todo. 

A Hiroki le dio un vuelco en el corazón cuando oyó aquella palabra “padre”, la había oído tantas veces, de labios de sus hijos pequeños, los hijos que tenía con Yariko, pero esta vez sonó mejor, con un matiz oculto como si leyese padre como un kanji que hasta ahora parecía desconocido para el. 
-Claro que sí, pequeña, pero ahora duerme, será mejor que descanses -Hiroki agarró las mantas que trajeron los criados y tapó a Hiroko, dejando que se durmiera en su regazo. 

Se parecía a su madre, pero también se parecía a él. Y cada vez que la miraba añoraba más el recuerdo de Yumi, que se difuminaba con los años, y sólo podía recordar con aquel colgante de plata que siempre llevaba consigo.

martes, 22 de marzo de 2011

Doji Yariko



Varios pasos sonaron detrás del samurái, y unos brazos de mujer, blancos como la nieve, se deslizaron por su cuello, tapando su piel oscura y llena de cicatrices, acariciando despacio cada parte que no ocultaba el kimono. Su pelo caía en cascada por los hombros del guerrero que se encontraba sentado, con las piernas cruzadas. 

Las delicadas manos de la mujer pasaron por su cuello y sus labios besaron su mejilla, algo vergonzosos. Durante aquel tiempo había desaparecido parte de su vergüenza, pero aun conservaba aquello que había aprendido más allá de las tierras del Cangrejo.
Ella acerco una bandeja que los heimin habían traído, con algo de arroz y una pequeña copa de sake. 
-¿Tienes hambre? -Preguntó ella con una pequeña sonrisa, sus dientes blancos relucían debajo de sus labios, mientras miraba con sus ojos, unos ojos que eran como el agua, mansa, pero que escondían una fuerza devastadora. 
-Si, bastante -dijo él bastante seco, desde que se habían casado había mantenido la raya, como si no quisiera ver a su esposa. Desde que había vuelto de las Tierras Sombrías, y ella lo notaba y a cada contestación seca ella se volvía más distante, más fría. 

Sus manos, que habían buscado los palillos para darle de comer, se pararon en seco, dejaron los palillos en su sitio y entregaron la bandeja. Sus manos temblaban, con ira e impotencia. 
Ella solo quería ser una buena mujer, y sólo se encontraba siendo la otra

A Hiroki se le encogió el corazón, y cogiendo la bandeja empezó a comer despacio, como si cada grano de arroz fuera demasiado grande para tragarlo, mientras la mirada de ella se perdía en el infinito, con una melancolía que resaltaba sus rasgos, haciéndola todavía más bella. 
-Nunca…-dijo ella mientras se mordía el labio, las palabras eran amargas en su boca y se hacían un nudo en su garganta ante de poder salir.-Nunca podrás quererme, ni a mí ni a los niños.-Su voz se quebró al final de la frase. La había visto en la corte, con una voz tranquila, hasta cuando los más agresivos y osados samuráis le plantaban cara, pero nunca la había visto tan dolida, sin nada que poder decir más que palabras cargadas de dolor.


Hiroki intento abrir la boca, pero las palabras se le atoraban antes de poder decirlas, no tenía cómo consolarla y no parecía que ella fuera capaz de ser consolada. 
-Siempre querrás más a la niña que has tenido con ella, aunque en mi vientre esté tu varón, tu descendiente -dijo mientras el dolor se iba juntando con la ira.

-Yariko…-dijo él mientras ella enfurecía, pero sólo de palabra sin ser capaz de moverse, ni de levantar la voz. 
-No, Hiroki, yo…yo te quiero, sé que puedes ser un buen marido y un buen padre -dijo mientras las lágrimas caían por sus mejillas de porcelana- pero sé que nunca lo serás para mí y para mis hijos. 

Hiroki se levantó, cogiéndola por los hombros y la apretó contra su pecho, ella se dejó hacer, sollozando en su kimono y apretándolo fuerte con las manos. Él le seco las lagrimas con sus dedos, mientras le sonreía y dejó caer un beso en los labios, despacio, notando el sabor a salitre que había caído de sus mejillas. Sus labios eran parecidos a los de Yumi, pequeños, suaves. Ella cerró los ojos y se dejó hacer, por primera vez en todo el tiempo que habían estado casados ella notaba que era un beso sincero y para ella. 

Hiroki acarició su rostro y volvió a besar sus labios, ella se abrazó fuerte a su pecho, dejándose proteger, sabía que a el le encantaba sentir que alguien le necesitaba y aunque ella había crecido sin necesitar a nadie, se sentía a gusto entre sus brazos, como si nada pudiera hacerle daño. 
-No puedes evitar que quiera a Yumi, ni a la hija que he tenido con ella- La sonrisa de felicidad de Yariko se borró, y volvió a llorar. Hiroki le levanto la cabeza y secó sus lágrimas, sonriendo- pero también te quiero a ti, y te cuidaré y te protegeré. No voy a dejar que nada te pase. 

Yariko le abrazó y él la besó suavemente, sabía que ella no iba a conformarse con eso, pero por el momento le valía. 
-Quizá mañana podamos ir a comer bajo los cerezos en flor -dijo Hiroki, y ella sonrió, apoyada sobre su pecho, y separando su kimono, empezó a besarle allí donde las cicatrices recorrían su cuerpo. 
-Me encantaría-respondió ella.