jueves, 24 de marzo de 2011

Hida Hiroko


Hiroko se levantó del futon de un salto, tenía el cuerpo cubierto de sudor y su corazón latía fuerte, como si quisiera escapar de su pecho. Había tenido una vez más aquel sueño recurrente en el que un perdido que antaño fuera del clan del Cangrejo la buscaba sin descanso, persiguiéndola. La perseguía por su casa de Bayushi Kyuden, la perseguía por el dojo de las tierras del Cangrejo, la perseguía por lugares que ni ella misma conocía. Largos pasadizos tallados en piedra, tan altos que la propia vista se perdía entres las sombras de su techo abovedado. 

La perseguía por un pasillo, rodeado de un líquido denso y ardiente que hacía que su cuerpo sudara, se retorciera de dolor a cada paso, escapando de aquella sombra incansable. Y llegaba a una capilla, una capilla con diferentes objetos malditos, una capilla de donde gritos de muerte y horror desgarraban sus oídos. Y aquella figura, enorme, oscura, que la perseguía incansable le sonría, le decía que no tenía salida alguna, que estaba perdida y moriría como había hecho su madre, para que pudiera cumplir su venganza. 

El sueño se iba difuminando a la vez que lo latidos de su corazón, antes desbocado, se iban calmando lentamente. Fuera, una gran tormenta azotaba las tierras del Cangrejo. Se encontraba en el dojo de su tío, Hida Hiroki, uno de los mayores héroes de Rokugan. Siempre lo había admirado, mucho más que a su padre o a cualquiera que ella conociera. Quizá por la afinidad que sentía con él, por el espíritu del fuego, de la lucha, que latía en ambos como si fuera el mismo espíritu. Cuando veía luchar a su tío y sensei, se quedaba boquiabierta, como quien ve a su héroe de la infancia lograr gestas que solo se oían en los cuentos más fantásticos y a la vez más oscuros de Rokugan. 

Se acercó a la ventana y vio una figura bajo la lluvia, sentada en el jardín, con la lluvia cayendo sobre sus hombros, como si fuera una roca, o como una llama inextinguible que lucha contra los elementos y se mantiene encendida a pesar de todo. Hiroko bajó despacio por la escalera, casi sin hacer ningún ruido, era algo que había aprendido de su madre, a ser silenciosa y ágil como una sombra. Su tío siempre lo repetía cuando ella lo pillaba desprevenido en un pasillo oscuro o poniendo su arma en su cuello mientras meditaba, le decía que se parecía a su madre, silenciosa como una sombra y letal como una espada. 
Ella reía cuando oía esos comentarios, no había conocido a su madre tanto como hubiera querido, sólo tenía de ella lo que había escrito y a ella nunca le gustó leer, ni siquiera el libro que su otro tío había escrito, el libro que narraba las heroicidades de la Pluma de Jade, o al menos en parte. 

Los pies de Hiroko se movieron por el tatami, y sus manos deslizaron las puertas como si estas fueran incapaces de hacer ruido. El sonido de la lluvia le llegaba, golpeando contra el suelo, contra el tejado de la casa, contra la ropa de su sensei, que se encontraba sentado en medio del jardín con la cabeza cabizbaja, el pelo suelo cayendo en una maraña por delante de su rostro. Miraba algo, algo que llevaba entre sus manos. Hiroko se adelantó más, con sumo cuidado, como si sus pasos pudieran cortar aquel momento, aquel momento que significaba más de lo que realmente decía. 

Sus pies se hundieron en la tierra mojada que formaba ya barro se metía entre sus dedos, frio y viscoso. Era una sensación que siempre le había gustado y que compartía con Hiroki, cuando era más pequeña recordaba que Hiroki le había llevado al césped una noche de lluvia, y le había metido los pies en aquel trozo de tierra húmedo y viscoso, y se le habían empapado. Fue una noche en la casa de su madre, cuando su madre seguía con vida, recordaba aquel momento, pero no recordaba a nadie más, sólo a su madre y a Hiroki, en aquella casa, aquella noche de tormenta. Un segundo paso siguió al primero, vacilante, como si temiera que el Cangrejo levantara la cabeza. 

Cuando estuvo más cerca, vio el cuerpo de Hiroki temblar, temblaba sin parar, intermitentemente. Nunca había visto jamás a Hiroki temblar. Sus manos aferraban torpemente un pequeño colgante, de un material metálico pero más brillante y puro que el acero. Era un colgante de plata. Las manos del Cangrejo temblaban mientras la lluvia caía encima del colgante, pero sus manos estaban bajo su cabeza, la lluvia no llegaba hasta ahí. 

El cangrejo lloraba amargamente por encima del colgante, cuando Hiroko se acercó más pudo escuchar algún quejido lastimero, y pudo ver los temblores del Cangrejo, que lloraba desolado encima de aquel objeto de plata. 
 -Sensei…-Su voz fue un susurro, seguido por un trueno que estremeció el mundo, un trueno tan fuerte que tuvo que oírse hasta en el Tengoku. El Cangrejo pareció no darse cuenta, sus manos aferraban fuertemente el colgante de plata. 
-Hiroki…-Volvió a intentar Hiroko, estaba vez el samurái levantó la cabeza, tenía los ojos rojos, llenos de lágrimas, el kimono manchado de lluvia y barro y las manos, aquellas gigantescas manos aferraban aquel objeto. Hiroko pudo ver la imagen de una mujer, una mujer que se parecía a su madre.
-Hiroko-dijo el Cangrejo levantándose. Aun así, su estampa era aterradora, un coloso que con sus manos podía partir el cuello de cualquier hombre como una rama seca. Pero sus ojos denotaban un cierto roce de amor, siempre la miraba con ternura, aunque su voz la maldijera por el espíritu del cangrejo, sus ojos siempre la miraban con la ternura de un padre, una ternura que los ojos de su padre nunca mostraron.- No deberías estar despierta a estas horas, te vas a constipar. 
-Tú me enseñaste a disfrutar del frío barro bajo mis pies -contestó Hiroko, su voz sonaba dulce, y algo melancólica, Hiroki parecía no acordarse.-Fue en casa de madre, antes de que muriera, tú estabas allí, una noche de tormenta, yo tenía miedo de los truenos que resonaban en la distancia y tú me dijiste que era Osano-Wo, que anima a los Cangrejo a seguir luchando, para proteger a Rokugan, porque es su deber.-Hiroko rió en voz baja, mientras miraba al cangrejo a los ojos. Los ojos seguían rojos y vidriosos.- Como aquello no me tranquilizó, me cogiste en brazos y me bajaste al césped, madre se enfadó mucho porque decía que me iba a constipar y tu le dijiste que yo tenía la fortaleza de los cangrejo. Me bajaste y pusiste mis pequeños pies sobre el frío barro, hasta notarlo subir por mis pies, yo empecé a quejarme y te dije que estaba frío, y tú me dijiste que mientras un samurái pudiese disfrutar de esas pequeñas cosas, tendría un motivo para luchar y morir. 

Hiroki dio un paso adelante y le dio un pequeño beso en la frente a Hiroko, esta abrazo al Cangrejo con fuerza, tan fuerte como le dejaban sus brazos, apretando el fuerte cuerpo del cangrejo y empezó a llorar, a llorar como nunca lo había hecho, a llorar por su madre, por el espíritu que la acosaba, por el cariño que sentía hacia su tío y porque sabía la verdad. Hiroki la cogió entre sus brazos y la levantó, como solía hacer cuando era pequeña y puso el colgante sobre sus manos. 
-¿Por qué nunca me dijiste que tú eras mi padre? -Dijo Hiroko llorando, mientras agarraba aquel recuerdo de Yumi, y aferraba el kimono de Hiroki, fuerte, tan fuerte que pareció romperse. 
-Porque quise mucho a tu madre, demasiado, y quería que tuvieras una vida feliz, sin ese secreto rondando por tu cabeza -dijo él, mientras la metía dentro de la casa y con un gesto llamaba a varios criados para que prepararan un té, un baño caliente y ropas limpias. 

Hiroko se agazapaba sobre el cuerpo del cangrejo que la abrazaba, abrazaba a su niña pequeña, que lloraba entre su kimono. 
-Quiero dormir, padre -dijo ella mientras Hiroki le acariciaba el pelo- Quiero dormir ahora, para que luego me lo cuentes todo. 

A Hiroki le dio un vuelco en el corazón cuando oyó aquella palabra “padre”, la había oído tantas veces, de labios de sus hijos pequeños, los hijos que tenía con Yariko, pero esta vez sonó mejor, con un matiz oculto como si leyese padre como un kanji que hasta ahora parecía desconocido para el. 
-Claro que sí, pequeña, pero ahora duerme, será mejor que descanses -Hiroki agarró las mantas que trajeron los criados y tapó a Hiroko, dejando que se durmiera en su regazo. 

Se parecía a su madre, pero también se parecía a él. Y cada vez que la miraba añoraba más el recuerdo de Yumi, que se difuminaba con los años, y sólo podía recordar con aquel colgante de plata que siempre llevaba consigo.

1 comentario:

  1. Me ha gustado mogollón, especialmente ver a Hiroki tan humano, y por fin ver a Hiroko. Aunque no me ha gustado que lo aceptara tan deprisa ><

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