miércoles, 30 de noviembre de 2011

Hida Hiroki II


La sangre bombeaba fuertemente en la cabeza del cangrejo, apenas podía retener unas palabras en ella y mucho menos vocalizarlas.
Veía a aquel hombre, de pie enfrente de él, le estaba mirando, y se notaba el odio y el asco que su mirada despedía. Le miraba altivamente, directamente a los ojos, como si fuera basura. En su pecho lucía el símbolo del clan Escorpión.

No recordaba muy bien cómo había llegado a esa situación, había viajado mucho, hacia las tierras del escorpión, sin parar ni una sola vez en el camino. Había parado en aquella posada, tan cerca, podía haber recorrido el trecho que le separaba de su destino, pero había hecho aquella parada. El miedo, aquel que no habían conseguido infundirle ni mil demonios en el corazón del Jikogu, lo había paralizado aquella vez. Había parado y había bebido tanto. Ni recordaba cuántas copas llevaba. Había discutido con un hombre del local, un Escorpión, más bajo que el, pero por su daisho y su postura se notaba que era un Bushi.

Habían empezado a levantar la voz, él había dicho algo y momentos después se encontraban en la calle, solos, en medio de la noche.

-¿Y tú eres un héroe en Rokugan? -Las palabras de su adversario lo sacaron de su trance, se encontraba con la rodilla en el suelo. No tenía que haber empezado la lucha, pues se encontraba demasiado borracho como para ganarla.

Notó el golpe del escorpión, un puñetazo que le acertó directamente a la cara, el cangrejo no hizo nada por esquivarlo aunque bien tampoco hubiera podido. Los golpes se sucedieron pero el dolor no llegaba, apenas le dolían. Notó el golpe del suelo contra su cuerpo, y vio la silueta del Escorpión, borrosa, le pareció oír unas palabras pero nunca llegó a escucharlas y la silueta se desdibujó entre las sombras de la noche acompañada de unos pasos.

El tiempo pareció detenerse, o quizá fue que iba tan rápido que apenas se daba cuenta de los cambios se sucedían alrededor suyo. La noche era tranquila, ningún animal ululaba, ni aullaba, ni se veían las luces de ninguna casa, ni siquiera las luces de la taberna en la que había estado tomando sake.
Apenas veía pues tenía el parpado derecho tan hinchado que le dificultaba la visión.


Intentó moverse pero el cuerpo no le respondía, estaba inerte en el suelo, como si lo hubieran matado, apenas sentía la fuerza de la que hablaban los libros cuando describían las historias, apenas recordaba aquella energía que lo había hecho dirigir a apenas doscientas ratas contra la fortaleza del Daigotsu, apenas sentía aquel sentimiento de batalla que sintió cuando lucho en aquel pasadizo de la ciudad de los Perdidos contra las hordas de Onis que asediaban la puerta que debía de proteger. Los kamis le habían abandonado hacía tiempo.

Una mano le sostuvo la suya, era pequeña, apenas llenaba su enorme mano. Un perfume de mujer llegó a su nariz, era dulce y penetrante y llegaba a cada parte de su cuerpo. No veía aquella figura, ni siquiera la había oído llegar.
-Yu…-su voz se cortó de pronto, su mirada consiguió centrarse en la figura que se agachaba sobre él. Era una mujer, sin duda una de las más hermosas que había visto, de tez clara como la mañana, rasgos finos, sus ojos delataban una ternura y una tristeza que dudaba que pudiera caber en un cuerpo tan pequeño. Su pelo caía liso y blanco sobre su espalda.
-Ella no ha venido, no sabe que estas aquí-dijo suave la voz de su mujer, no mostraba hostilidad, no parecía enfadada.
-Yariko….-La voz del cangrejo apenas tenía fuerza, como si saliera de un cascarón vacío.
-Hay que volver a casa, el Campeón esta preocupado por ti, saliste sin decir nada -su mujer sacó un pañuelo de su kimono y limpió la sangre de la cara de su esposo, delicadamente, había amor en su mirada. 

Lo cogió y le ayudó a levantarse. El cuerpo le pesaba como si fuera una montaña, como si estuviera hecho de un metal pesado. Con cuidado se levantó. Su mujer le ayudó a colocarse cuidadosamente el kimono, y le cargó la bolsa donde traía lo poco que había cogido para el viaje.
-¿Por qué has venido? -Su voz hizo que ella se detuviera, lo miró a los ojos, su mirada era frágil, como la de una delicada Grulla, no parecía la mujer que había demostrado ser en la corte, fuerte y decidida.
-Porque te amo, Hiroki -su voz era un hilo entrecortado, nunca hubiera pensado que ella pudiera quererle de verdad, el suyo fue un matrimonio de conveniencia, por el bien de sus dos clanes, nunca pensó que ella guardara por él más que respeto, el respeto de una devota mujer rokuganí. Sus pequeñas manos cogieron las suyas, acariciándolas- Eres como los héroes que me leían de pequeña, un hombre valiente, que no tiene miedo a nada, un hombre que desafía hasta a los kamis por defender su Imperio. Un hombre que defiende a su familia. Pero no quiero que te conviertas en una sombra de lo que eres.

Las palabras de Yariko hicieron mella en el Cangrejo, se repitieron constantemente. Vio a su padre, en las Tierras Sombrías, como una sombra de lo que había sido, un chiste grotesco del ideal del bushido y del camino del Cangrejo. Sus manos temblaron incontrolablemente pero Yariko las sostuvo con fuerza.
-Te quiero-dijo el Cangrejo, sus manos aferraron las de la pequeña Grulla, que lo miró con ternura, pero todavía con tristeza.
-No me quieres, a mí no -dijo la Grulla, sus ojos se volvieron vidriosos, haciéndola si cabía más hermosa, sus manos se movían nerviosas entre las enormes manos del cangrejo.- Pero seré una buena esposa para ti, y algún día me querrás.

Hiroki se separó de la pared y con la mano de la Grulla todavía en la suya se marchó en dirección al carro que les esperaba más adelante. Sin embargo, con su mano derecha buscó en su pecho aquel bulto, aquel pequeño bulto que jamás iba a abandonarle.

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